Wednesday, January 27, 2010

Azaña, un estoico moderno


Siete décadas después de la muerte en el exilio del último presidente de la Segunda República, su capacidad
para combinar el ejercicio del poder con la pasión por la cultura debe servir de modelo a los políticos de hoy
Por CÉSAR ANTONIO MOLINA





Azaña fue hasta 1930 un literato-intelectual
y político; y desde 1930 hasta
el final de sus días, en 1940, un
político-intelectual y literato. Compartió
ambos mundos, en apariencia antagónicos,
de la misma manera que lo habían
hecho otros personajes en el siglo XIX, como
Martínez de la Rosa. Azaña mantuvo
su creación literaria y desarrolló a la par
una ferviente acción pública. Escribió novelas,
ensayos, artículos, discursos, biografías,
diarios e hizo numerosas traducciones,
además de redactar y estrenar varias
obras teatrales, quizás su género literario
más querido. También dirigió publicaciones
como La Pluma y España.
En la cena con los intelectuales catalanes
celebrada en Barcelona en 1931, Azaña
afirmó: “Yo soy un escritor perdido en la
política”. Por mi parte, pienso que “perdido”
no sería la palabra: mejor, “metido” en
la política. ¿Por qué lo hizo? Azaña nunca
abandonó su carrera literaria. Siguió publicando
libros, estrenó con los mejores directores
y actores y, por otra parte, la política
le ofreció un inmenso material para escribir
los mejores diarios que jamás se hayan
redactado. El autor de El jardín de los frailes
fue un estajanovista del trabajo intelectual
y no menos del político. Alguien que se
resistió a entrar en la vida pública, a pesar
de que muchos lo veían más como un político
que como un literato. Lo mismo le sucedió
en el ambiente de la política, donde lo
consideraban más bien un intelectual.
Los juicios de Azaña sobre la política
española y los políticos de su tiempo son
tremendos. Los intelectuales, artistas y escritores
le provocan comentarios críticos,
pero en todos ellos ve un estímulo, una
superación, un arrojo y gallardía que no
contempla en cambio en sus otros compañeros.
Azaña afirma que resulta más fácil
brillar en la política que en la literatura.
Para él, por su formación y carácter, la
política tenía muchos inconvenientes. La
gente procedía en la política por subordinación,
no por espíritu crítico ni adhesión
libre y, además, existían intereses que él
calificaba de “subalternos”. En El presidente
del Consejo habla a los lectores (Ahora,
1931), reinterpreta su compromiso político
afirmando que él era un político porque
era un optimista y creía que la función del
gobernante —la diferenciaba de la del político—
tenía que consistir en llevar el esquema
intelectual de su país futuro a la realidad
social o legislativa. “El apartamiento
voluntario en que yo he vivido durante
veinticinco años, dedicado a las letras y al
estudio y conocimiento de mi país y de
otros extranjeros, meha dado esta confianza
que me enseña a no conceder importancia
a las mezquindades personales, y a lo
que suelen llamar enojos y pequeñas pasiones
de la política y a atenerse a sus fines
esenciales y duraderos que, para un hombre
cultivado y sensible, representan un
armazón interior equivalente al del arte o
de la religión”. Azaña se convierte en un
hombre de acción sin por ello desprenderse
de su ser esencial.
Azaña fue a la política para cumplir con
un deber. La política para él era la más alta
manifestación de la cultura. Sus palabras
textuales serían las siguientes: “La pasión
del arte lleva a crear, y la política no es más
que eso; creación, y por ello, tiene la grandeza
de todas las artes” (Homenaje a Espina,
1935). Estando en la política no dejaba
de estar en la cultura. Sus metas eran extender
la alfabetización, el saber y el conocimiento
por todo el país para conseguir
de una vez por todas ciudadanos libres.
Tarea ingente en la que no fracasó del todo.
Azaña está en los debates políticos pero
sin dudarlo un momento se pone al servicio
de la cultura con gestos y medios, con
su propia ejemplaridad de lector, espectador
y visitante de todos los templos donde
se representan cada uno de los géneros.
No hay obra de teatro, estreno cinematográfico
de relevancia, concierto, exposición
o cualquier otra actividad que el trabajo
cotidiano le impidiera visitar. “Por la tarde,
a las cuatro, voy a las Cortes. Leo el
proyecto de Ley de Presupuestos ymevuelvo
al ministerio: al poco tiempo salgo solo y
voy al concierto de la Orquesta Filarmónica
en el Español. Mozart me ha puesto de
buen humor. Desde allí al teatro de la Princesa,
que ahora se llama María Guerrero.
Sesión de clausura de la asamblea del partido
de Acción Republicana. Pronuncio mi
discurso que sale bien y es aplaudidísimo.
Vengo al ministerio a cenar y ya no salgo”,
escribirá en 1932.
Como un ilusionista, sacaba tiempo para
todo, incluso para seguir escribiendo
sus obras y varias páginas confesionales de
profunda sabiduría estoica. Porque Azaña
era un estoico moderno. La política y el
poder no lo envanecieron, precisamente
por albergar dentro de él ese sentimiento
de humildad ante la fragilidad de la existencia.
Cuando llegó al poder, ya era alguien,
no necesitaba de la política para aumentar
su prestigio. Lo arriesgó todo, lo apostó
todo a esa carta. Fue generoso a sabiendas
de lo ingrata que siempre fue España para
con sus servidores. De ahí precisamente
extrajo la firmeza de sus ideas y convicciones.
Por otro lado, sin sectarismo alguno,
Azaña fue una persona conciliadora en un
país que caminaba a posiciones extremistas
irreconciliables. Fue la razón y la prudencia
mismas. Azaña ejerciendo la piedad
no sólo para con los demás, sino también
para consigo mismo.
Pronto se dio cuenta de la gravedad del
momento histórico que vivía y de la dignidad
y cordura con que tendría que enfrentarse
a su destino. Se podría decir que en él
se simbolizaba perfectamente la verdad y
la lealtad de la República para con sus conciudadanos.
Nunca mantuvo el poder para
sí, sino para ejercitarlo hacia el bien común.
Y si usó de ese poder lo hizo en beneficio
de su país y no de su partido. O si se
prefiere, en beneficio del futuro de España:
“El futuro de España… ¡terrible secreto!”,
afirmaría.
Azaña era un personaje singular. Su
ejemplo debería haber servido de arquetipo
para todos los presidentes de cualquier
democracia. En nuestro caso no ha sido
así. Se le ignoró, y sólo se le rescató en
momentos partidistas, cuando él ya estaba
por encima de todo. En Grandezas y miserias
de la política, se plantearía una reflexión
fundamental: si una persona eminente
en otras artes tiene o no derecho, es
o no útil, que intervenga en la vida política.
“La política”, decía, “es la aplicación más
amplia, más profunda, más formal y completa
de las capacidades de un espíritu,
donde juegan más las dotes del ser humano,
y donde no juegan sólo cualidades del
entendimiento, sino, además, cualidades
del carácter”. Azaña cree que esa presencia
es buena para la política, aunque también
advertía que el talante para sobrevivir
en ese mundo era diferente, pues los valores
eran distintos y las mañas también.
El gran problema de la política española
lo contemplaba en la capacidad de acertar
en la designación de los más capaces.
La política se alejaba de esos principios
universales, tan sólo por el personalismo
de quien elige. Otro de nuestros males estaba
igualmente en la incapacidad para conseguir
formar una clase dirigente. “Una sociedad
—decía—, aunque con desventura,
puede pasarse sin grandes artistas pero no
se puede pasar sin dirección política”.
Un presidente preocupado por las cosas
del espíritu, escribían en algunos periódicos
sin que él llegara a adivinar si era un
piropo o una crítica. Más bien habría que
decir un presidente volcado en la acción
pública y con tiempo para pensar. Azaña
quería poner a España al nivel de Francia
o Inglaterra. No tuvo tiempo. No lo dejaron
o, mejor dicho, lo abandonaron.
En la gigantesca edición de sus Obras
completas, magníficamente preparadas por
Santos Juliá, se reproduce una carta que
desde el exilio le envía a Ángel Ossorio: “Repetidamente
le llamé la atención a Negrín.
El Museo del Prado, le dije en una ocasión,
es más importante para España que la República
y la Monarquía juntas”. “No estoy
lejos de pensar así”, respondió él. “Pues calcule
usted qué sería si los cuadros desapareciesen
o se averiasen”, añadí yo. “Sí: un
gran bochorno”, me confesó. “Tendría usted
que pegarse un tiro”, le repliqué.
Azaña amó a nuestra cultura sobre todas
las cosas y, al referirse al Prado, lo hacía
por extensión a toda ella con sus peculiaridades
y lenguas. España sin sus extraordinarios
creadores no era nada. ¿Qué le diría
hoy don Manuel Azaña a su homólogo?
¡Exactamente lo mismo! Y le añadiría además
que la cultura española vale mucho
más que el supuesto glamour y los votos.